Columnas

Tell Magazine, Mayo 2014, San Miguel De Allende, México.

Para la UNESCO, en el documento «Los Principios para la Conservación y Restauración del Patrimonio Construido» existen tres facultades que impulsan y le dan sentido a la valoración del legado que nos ofrecen las ciudades. La primera consiste en la responsabilidad de cada comunidad en identificar lo que realmente tiene valor, dado que, no todo lo antiguo es interesante, ni tampoco pasa a serlo por sus largos años de servicio.

Importante entender que, en el pasado, también se les dio curso a ciertas edificaciones tan o más aberrantes como muchas de las que hemos visto hoy en día. El problema está en que nos hemos acostumbrado a verlas como parte del paisaje.

La segunda, y la más delicada de todas, es reconocer que el criterio de valorización puede alterarse con el paso del tiempo. Cada generación está en permanente influencia debido a los temas del presente. Una guerra, una burbuja inmobiliaria, una crisis en la iglesia católica, un cambio climático o simplemente un auge en la economía, de seguro, consiguen sensibilizar ciertos intereses. Si a esto, le agregamos la fuerza inmobiliaria y la debilidad de la norma, podemos ver como se esfuman cosas que no deberían desaparecer en reemplazo de otras que no deberían aflorar.

Por último y no menos importante, tenemos la protección y mantención de lo que, luego de los dos puntos anteriores, haya calificado como valor patrimonial. Este cuidado va mas allá de una restauración o limpieza de fachada. Tampoco tiene sentido invadir de edificios justo en el perímetro de zonas resguardadas, o bien, dejar un par de cuadras con palafitos y luego aplastarlos con un mall. La protección se refiere a una responsabilidad cultural que no niegue hacer, sino que sepa cómo hacerlo.

Tal es el caso de San Miguel de Allende, ciudad que, estando a un paso de haber saltado al olvido, hoy es una de las postales de México y monumento histórico del país. Esto quiere decir que «el querer ser» dependía de ellos mismos. No bastaba con identificar, sino con valorar y cuidar su identidad. No han demolido sus casonas para levantar edificios, no han pintado cada propiedad a gusto de cada propietario, así como tampoco han buscado la identidad individual construyendo casas mediterráneo, provenzales o coloniales. No han incorporado el auto como protagonista ni han entendido al peatón como molestia, no han insertado multitiendas al lado de bazares ni supermercados al lado de verdulerías, no pueden entender que la luz roja del semáforo sea la única pausa dentro del día. Tampoco son partidarios de que para ganar más, se deben hacer mas metros cuadrados, por el contrario, la calidad es más rentable que la cantidad y el retorno a largo plazo es más sabio que el cortoplacista.

Si no hay un cambio de giro, nuestras ciudades serán una acumulación de decisiones con influencias ajenas y descalzadas.