Tell Magazine, Febrero 2014, Museo Soumaya, México.
Muchas veces la carrera de un arquitecto se encumbra gracias a los beneficios externos que acarrea un proyecto emblemático. Una propuesta que va más allá de los simples requerimientos de un cliente, te da la posibilidad de estar en sus conversaciones dentro de su red de contactos, así como también, en revistas y medios digitales, en consecuencia, ser nombrado en mas conversaciones hasta llegar a la persona indicada…lo bien llamado «círculo virtuoso».
Por otro lado, cuando se hace «más de lo mismo», sigues siendo «uno más de los mismos», es decir, un profesional que puede estar haciendo bien su pega pero de escasa identidad y sin mayores atribuciones. En síntesis, cada profesional decide si explota solo sus aptitudes, o le agrega una cuota importante de actitud. Lo primero viene por defecto, lo segundo es un valor agregado.
Para Fernando Romero, arquitecto del museo Soumaya, quizás fue un poco más fácil. Su suegro -Carlos Slim, el ser humano mas acaudalado del planeta- le pidió hacer este museo en honor a su difunta esposa para exponer su propia colección privada de arte. Es probable que no hayan existido limitaciones presupuestarias, y de haberse presentado, bastaba con subir un dólar la cuenta de teléfono a sus sesenta millones de clientes, o inventar algún cargo especial -de esos que ya acostumbramos a asumir- para recaudar todo lo necesario no solo para construirlo, sino también, para que la etapa de desarrollo de proyecto, haya sido con todas las comodidades.
Claramente al no tener restricciones de financiamiento, aumentan las posibilidades de conseguir un proyecto emblemático, sin embargo, sin actitud, no hay arrojo. Pudo haber sido un edificio más del montón, bien resuelto y con materiales e instalaciones de última tecnología. El punto es que no descansó en eso, por el contrario, se propuso -ambiciosamente- cambiar la cara de México en el mundo. Como todo proyecto emblemático, su ubicación también da que hablar. No solo está ubicado en una esquina privilegiada, en la que convergen desde paseos peatonales hasta una línea de tren, sino además, se encuentra uno de los accesos a un importante centro comercial, edificios de oficina y de vivienda, cafeterías y restaurantes. Programas complementarios que favorecen el éxito de su emplazamiento. Lejos de ser fortuito, este museo decora la esquina de uno de sus edificios corporativos. Obviamente, si el proyecto iba a salir al mundo -como se lo propuso, para no pensar que se lo exigieron- era necesario subirse al carro de beneficios. Hoy, nadie da puntadas sin hilo, mucho menos don Carlos.
Pasando al edificio, que finalmente fue la escusa para plantear lo primero, posee un diseño vanguardista, es decir, una propuesta que busca lo nuevo, sin por ello, transformar en una incomodidad el uso interior. Sus 46 metros de altura, salvo el zócalo, visten un traje de lentejuelas fabricado por 46.000 placas de aluminio. Por lo tanto, no solo logra anunciarse por su forma, sino además, por su resplandeciente cobertura.
Presupuesto, forma, materiales, mandante y emplazamiento. Todo apuntaba a conseguir un excelente resultado. Solo faltaba un buen arquitecto que se hiciera cargo. Curiosamente estaba sentado en la misma mesa el día del asado familiar. La oferta era tentadora para Fernando Romero, sin embargo, sabía lo que arriesgaba.